JOSÉ PABLO JOFRÉ /BERLÍN
La cultura grafiti en Alemania lleva años y tiene una gran dimensión. Desde reconocidos artistas que han llevado sus obras a galerías con obras en venta, hasta adolescentes que con sus firmas identifican un territorio. Algunos grafitos han sido una solución urbanística a muchos edificios abandonados, dando color y reflexión a paisajes que serían una evidente monotonía postbélica. Pero están los grafitis en espacios no autorizados, como en los ferrocarriles alemanes: a la Deutsche Bahn le cuesta 7,6 millones de euros limpiar los grafitis de sus trenes. No sorprende por tanto que la DB se haya decidido a utilizar drones –aviones de reconocimiento sin piloto– para identificar a los
grafiteros.
En Alemania se hace la vista gorda a la mayoría de los grafitis –según la ley, son ilegales cuando el propietario no ha dado su autorización escrita–. La excepción son las pintadas en el transporte público que en su mayoría son «tags» o firmas. En el caso de ser sorprendidos, los grafiteros pueden recibir una multa de hasta 2.000 euros e incluso ser privados de libertad por hasta tres años. En Berlín, según datos municipales, la comunidad de grafiteros alcanza actualmente varios miles de jóvenes entre once y veinte años. Se organizan por barrios para ejecutar juntos las pintadas.
El problema es que muchos grafiteros de trenes son chavales de apenas doce años, de ahí que se haya comenzado una campaña de la policía dirigida a los padres con el objetivo de identificar a los niños. La guía indica, algo superficialmente, que si su hijo tiene latas de spray, lee revistas sobre hip-hop, etcétera, probablemente sea quien está firmando sobre los asientos del bus. También existe una especie de multa para estos chicos, llamada «Schuldtitel», título de deuda, que tiene una validez nada despreciable de treinta años.
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